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No había dos días diferentes en su vida. El Lunes era igual al viernes y cada martes se parecía al miércoles siguiente, como si el calendario se repitiera en bucle, una especie de día de la marmota pero en aburrido y sin la chica guapa. Una existencia llana tiene sus ventajas, no hay riesgos, ni estrés, ni emociones peligrosas que humedezcan la frente con gotas de sudor frío, el del miedo. Solo el sábado, o algunos de ellos cuando le dejaban, podían alterar ese orden perfecto del tedio. Eran aquellos fines de semana en los que podía sacar la caña del trastero y marcharse en santa paz hacía sus paraísos remotos donde solo el conseguía llegar, lejos de la horda barbárica, autóctona o forastera, poco le importaba.

Rehuía de sombrillas, radios a todo trapo, cañas de fondo lanzadas al azar y voces que no siempre se entendían. Se sentía como un lobo acechado por los sabuesos y obligado a retroceder metro tras metros en búsqueda de su libertad, o su vida, que más o menos para el era lo mismo. Tenía los pantanos medidos meticulosamente, era el hombre GPS sin saber ni como arrancar uno de verdad, una especie de James Cook del siglo veinte y uno, cartógrafo de excepción, allí donde los haya. El suyo lo tenía metido entre las orejas y lo ponía al día cada vez que en el último rincón libre encontraba un alma que se lo había violado. Pasaba y seguía en su búsqueda de la absoluta solitud. Un gran trabajo de voluntad y de piernas, pero el estar solo merecía pleno esfuerzo, y algo más.

A cada recula daba un nombre, un acantilado se llamaba "Esmeralda", por el color del agua que le dibujaba, o esa playa somera moteada de algas era "la sencilla", porque le resultaba fácil llegar allí después de haber cruzado medio monte. Nada más le molestaba que una pisada en la arena o el barro de su nuevo edén. Saber que algún bípedo humano, aún buscando setas, hubiese alcanzado llegar hasta ese rincón olvidado por hombres y dioses le hervía la sangre e incluso cansado después de dos horas atravesando el campo se volvía a marchar anhelando terreno virgen. Así hubiese seguido hasta completar el círculo y volver a encontrarse en el punto de salida - mejor volver a casa que aquí no queda espacio - pensaba arrancando el coche, y se marchaba, víctima de su obsesión enfermiza.

Encontrar tierra virgen en el año 2013 es asunto de psicoanalista más que de pescador aventurero, y la que pagaba el pato era su cabeza, cuya serenidad y despeje iban de la mano de la solitud que conseguía encontrar, o que se le escapaba sábado si y sábado también. Las fuertes lluvias del invierno le ayudaban un poco en su perturbadora tarea, el agua que todo se lleva borraba las manchas dejada por domingueros errantes y su alma se apaciguaba al llegar y encontrarse sin el rastro de quien allí había estado a lo mejor solo dos días antes. Podía imaginar que era una ficción, que la realidad no era la que el suelo aparentaba - así de limpio de huellas - pero en su cabeza ese aspecto tan impoluto sonaba a gloria, y sin rechistar se dejaba engañar.

Aún así, de vez en cuando su sueño se cumplía como el de un niño la noche de navidad, y podía relajarse en aquella extraña situación en la que pocos - creo - nos hemos encontrados. Solitud de verdad, sin nadie alrededor y nadie que haya pasado o vaya a pasar por ese lugar encantado en mucho tiempo, o poco, ¡qué más da! Disfrutaba de su logro de tal manera que hasta tenía que sacudirse un poco la cabeza para recordar la razón primaria, primitiva y primordial por la que se había pateado medio condado para llegar allí.

Montaba entonces la caña, una reliquia que llevaba consigo desde la adolescencia, montada en un blank Lerc - francés - ahora probablemente extinguido. Se trataba de una telescópica color anaranjado, con unas anillas que probablemente sufrían el roce de un trenzado más que una papel de fumar y un mango enrollado en un cordaje de algún material que desconocía. Había sido el regalo de su mejor amigo veinte y cinco años atrás, antes de que se estrellara con su moto en un muro que se había llevado más vida que la peste, y que todavía seguía allí, monumento de esa curva funesta. Todavía se podía leer la firma del ingenioso compañero, y según el día se alegraba de verla o menos. El sol estaba ya alto. Es lo que pasa si tu búsqueda del aislamiento prevalece sobre la del momento mágico del alba, y se pone uno en pesca cuando puede, no cuando debe.

Le parecía interesante la recula, las hierbas todavía verdes debajo del agua delataban una subida reciente del nivel y los primeros ascensos de temperatura que trae Marzo le indicaban que allí podía todavía encontrarse alguna madre cansada que aprovechaba los rayos del sol para recobrar fuerza después de las placenteras - ¿placenteras? - pero agotadoras tareas de la maternidad. Si es que de maternidad se trata. Un paseante. Eso es lo que va a enganchar al bajo de acero, la subida del agua está cubriendo una playa muy somera por lo tanto, hasta donde pueda llegar su lance no va a ser más hondo de un metro o metro y medio como mucho. Si hubiese una bestia feroz por allí podría decidir atacar en superficie, ¿y qué mayor gozo para completar un día de huraño y en un lugar donde los Lucios raras veces hayan sido molestados por el hombre?

Puso los pies a remojo, le gustaba sentir el agua acariciar sus botas de goma y disparó. En ese momento se sentía como Armstrong cuando apoyó la suela en la superficie lunar, en ausencia de gravedad. Tardó menos de tres vueltas de manivela para darse cuenta que sus arriesgadas teorías algún fundamento tenían, y el agua se abrió para dejar espacio a las fauces de un lucio descomunal, que asomó lomo y cola para atentar a la vida - si la hubiese - del paseante. Si de segundos se trató no se dio cuenta, desde el momento de la picada hasta que logró acercar la acorazada a la orilla, su reloj mental empezó a ir al ralentí y cada instante le pareció una hora.

Al preguntarle alguien  - pero nadie nunca lo iba a hacer porque no le gustaba contestar a ese tipo de preguntas y se ponía muy borde - hubiese dicho que la lucha había empezado a la once de la mañana y acabado cuando el sol se escondía detrás de la sierra. Extasiado por la feliz coincidencia de los astros logró meter mano al opérculo de la matriarca y levantarla, casi sin creer en lo que le estaba pasando. Llevaba consigo una pequeña compacta con un mini trípode y se apresuró para colocarla encima de una piedra, ajustar el temporizador y ponerse agachado delante de ese aparato que congela el tiempo y te devuelve los recueros con solo pulsar un botón.

Se aseguró de que por lo menos una foto hubiese salido lo suficientemente bien para enseñarla a su mecánico, que siempre le toma el pelo por sus absurdas estampidas hacía el mundo perfecto, donde cada hombre está solo. Con atención quitó el señuelo de la boca del pez que con paciencia se sometía a esa operación sin anestesia, y enseguida acercó el morro del animal al agua, para devolverlo. Antes de aflojar la presa lo intentó levantar una vez más, y al ver que no podía se dio cuenta de su tamaño. Escaneó su cerebro por un buen rato buscando recuerdos de semejante aparato y el resultado fue paupérrimo, en sus anales no había ni un lucio con tal cabeza y que pesase tanto hasta costarle mucho levantarle. Puso la caña paralela al cuerpo del bicho y le midió, una vez en casa hubiese comprobado la longitud con el metro. Iba de la anilla de la puntera hasta casi el mango y en una caña de cerca de dos metros esto es mucha tela.

Le soltó y le estuvo observando mientras atontado y sorprendido se quedaba mirando hacía la orilla manteniéndose suspendido con un ligero movimiento de las aletas pectorales deslizando lateralmente - como un avión que se prepara para hacer un quiebro - hasta finalmente ganar profundidad y desaparece de su vista. Ya eran las once y pico de la mañana, pero le parecía que fuese casi de noche y se apresuró en volver por su senda recién trazada. No estaba seguro de estar allí, ni siquiera de haber estado en ese lugar, no sabía si se había levantado aquella mañana, le faltaba el sabor del café en la boca y su cabeza giraba alrededor de aquellos indefinidos instantes que habían enmarcado la captura. Si era un sueño lo había disfrutado como la vida misma cuando te mima con cariño, y si hubiese sido realidad será la cámara que se lo recordaría al día siguiente.  Ahora tenía prisa de volver a casa, o dejarse engullir por el sueño más profundo, lo que terciase, no estaba seguro. Siguió caminando hasta que divisó el coche, tenía aparcadas al lado tres furgonetas y en la orilla unas familias celebrando el sol primaveral con vino y  manjares de la tierra y las cañas echadas rebuscando algo que probablemente no iba a aparecer.

Arrancó el automóvil y miró la hora y el día, todo cuadraba. Se miró en el retrovisor y le escapó una sonrisa, "las niñas - dijo - estarán encantadas de verme volver tan pronto. A lo mejor me las llevo al cine, así soñamos juntos un poco ". Puso la marcha y pisó el acelerador, recubriendo de polvo el espejismo que se había dejado atrás, seguro que un día volvería. Si los bárbaros no llegaban a conquistarlo, volvería.

Estaban por todas partes, a dos palmos de la superficie buscando amor, mejor dicho, sexo. Es lo que pasa, la temporada despierta recuerdos aletargados y el calor rebulle las hormonas, a hombres y animales en partes desiguales. Una vez localizadas decidí hacer un intento, salir del armario y dejarme la piel en algo que un tiempo, lejano diría yo, muy lejano añadirían algunos - las malas lenguas - dominaba con seguridad de espadachín. Aviso el personal y en un pispas salen las herramientas del todoterreno.

Se dispone uno en lugar certero - con tiento y sigilo - en el intento poco probable de no delatar su presencia a pie de orilla por donde cruzan las bestias en tranquilidad y con el alma alegre por el posible sucederse de los eventos. Ya sabemos, a nadie le amarga un dulce, por lo menos el desahogo aquel de quitarse de encima el hinchazón de la paternidad, en fin inútil insistir que os ponéis morbosillos.

Abrir una telescópica es arte antigua, olvidada por la moda de los enchufes "offset" o las cañas de una pieza: frrrrrrssss el rechinar de la fibra rozando a si misma, y acto seguido el diligente menester de alinear las anillas, algo poco más sencillo que escalar el K2 sin oxígeno ni sherpa. Se mide la distancia del flotador con los plomos, un rápido chequeo a los nudos y con un "plofff" se abre el bote de maíz, encargado de esconder el anzuelo. Un ritual del paleolítico, algo olvidado por los cazadores de muestras, que rehúsan de cebos animales o vegetales que se diga.

Un puñado de quicos adelanta el lance, y en pocos segundos el arte está dispuesto para que los peces decidan qué hacer con ello, si ignorarlo o concederle el privilegio de un duelo sin mal parados, con final feliz, Walt Disney docet. Salta el corcho del Viña Tondonia Reserva del 2008, se arma la mesita y como por arte de magia aparecen aperitivos y tres copas tres, para tres amigos tres. Mejor, imposible.

Así me pasé yo una tarde de este puente de Mayo en el que la primavera nos guiñó el ojo, esperemos definitivamente. Estaba aquello rebosante de vida y de colores, la árida tierra de Castilla como nunca jamás había visto. Las aradas sembradas parecían campos de golf tanto dominaba el verde, y donde hubiese un poco de tierra se asomaban flores de mil tonalidades, escoltadas por hierbas altas e hinchadas de salud.

Me lo pasé pipa con las carpas, creo que llevaba sin sacar una desde la adolescencia avanzada, unos dos centenares de años, y me hizo gracias ver que todavía conservo aquel espíritu de chavalín, el mismo que se tiraba horas esperando que sonara una campanilla de la caña de fondo o que se hundiera el flotador, un momento muy apasionante.

La semana que viene toca volver a mojar señuelos en el mar, estoy ya con la cuenta atrás. Con este aire, temperatura y clima me resulta harto complicado quedarme en casa sabiendo que vagabundean por allí animalitos con ganas de jugar conmigo.

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El sabado pasado ha sido un día bastante especial porque he podido cumplir con una promesa que había hecho a mi hija, llevarla a pescar y enseñarle a lanzar. Realmente ya había venido conmigo en otras ocasiones, por ejemplo en el Estrecho, en el barco de Paquito y hasta había sacado algún pez, pero todavía tenía que lanzar yo por ella que o bien recuperaba un pez que yo había enganchado o se apañaba como podía para pegarlos solita.

Este finde ha sido la prueba del fuego, a ver como manejaba caña, carrete y lo de lanzar que para un bichito de ocho años no es moco de pavo. Había elegido ella la caña, un prototipo de Lamiglas de 7’ que lanza hasta 40g y que nunca salió al mercado y le monté un carrete ligero, para que el conjunto le resultara aceptable como peso. Con paciencia le preparé todo y una vez puesto un spinnerbait le indiqué como lanzar. Decir que lo pasé bien es poco, estuvimos pescando codo con codo toda la tarde e inclusive nos dimos un paseo, demasiado largo para mis botas y calcetines rebeldes, por una orilla donde estaba prohibida la pesca, hasta que tuvimos que volver atrás sin pegar un solo lance.

Lanzó como una condenada la enana , y con cierta maña, que todo sea dicho, y aún sin sacar peces pudo ver un lucio pequeño que atacó un vinilo en una recula llena de algas; evité dejárselo coger por aquello de los dientes y de su madre que se hubiese puesto histérica y juntos los devolvimos al pantano. Al final del día tuve que ponerme firme con ella porque no quería irse, y pedía constantemente el último lance, me hizo gracia porque me recordaba a mucha gente mayor, como este servidor, que a veces no quieren alejarse del agua, como si fueran a perder aquel mágico instante que cambia el final de una historia.

Siento este escrito un poco cursi y algo simplón pero algo así no pasa todos los días y me encantaría que se aficionara de verdad - de momento está deseando repetir - y que siga acompañándome en mis salidas cuando sea mayor.