El otro día tuve uno de mis grandes pensamientos filosófico, esta vez sobre el silencio.
Me fui a dar un paseo por el Parque Juan Carlos I en Madrid, ya sabéis, el colesterol, la tensión y todos los achaque que regulan la vida de un hombre de media edad. Durante una hora más o menos me dedico a mover las piernas, sudar un poco y disfrutar de la belleza del parque, que cada año se hace más bonito.
De vez en cuando me asomo al estanque, que por cierto es enorme, a echar un vistazo a las carpas y ver si hay algún Bass, pero por lo general ando, no digo en contemplación pero intento crearme mi pequeño mundo tranquilo donde reina el silencio.
Desde lejos veo un grupillo de señoras de una cierta edad empeñadas mismamente en mantenerse en forma y, cómo no, hablando de sus cosas. Tinte, recetas, niños, digamos que más o menos la wikipedia completa de aquel estereotipo de ama de casa que nos pintaban hace unos años. Una de las mujeres tenía un tono de voz que podía haberse utilizado para dar la alarma durante un bombardeo de la segunda guerra mundial, mientras las otras chachareaban como seres humanos.
Al escuchar ese megáfono aceleré para distanciarlas y desde aquel momento no pude parar ni un segundo más, mi paseo se transformó en una especie de cruzada contra el ruido que se estrelló al toparme con unos jardineros que estaban con las máquinas cortacésped a todo trapo, allí me derrumbé y regresé al coche vencido.
El silencio.
Estoy seguro que muchos de los ermitaños que leen este blog aprecian el silencio tanto como yo, y no tengo dudas de que si pueden, intentan alejarse de ruidos cacofónicos lo más posible. Obviamente en la pesca logro soportar ruidos de aguas movidas, olas, un río que corre, pajaritos, algún perro que ladra (lejos) y como muy mucho un tractor que ara el campo, siempre y cuando no lo tenga pegado al cogote. Digamos que en este caso identifico la máquina con el entorno modificado por el agricultura, y entonces cierro un ojo oído. Ah, casi se me olvidaba, también soporto el ruido del freno del carrete cuando corre el hilo.
Pero es cuando el silencio "natural" que se adueña del entorno que la magia coge forma.
En verano son moscas y mosquitos que te recuerdan que no estás sordo, por lo menos en agua dulce, y cada vez que le das un meneo al paseante oyes los sonajeros bailar el waltz. Tic, tac, tic, tac ¿sabéis de que estoy hablando verdad? Aquello no tiene precio, también lo disfrutas en el mar cuando pesca en aguas tranquilas o si no hay más ruidos alrededor tuyo, consigues concentrarte y oírlo entre las olas a pocos metros de la rompiente. Es cuestión de concentración.
Pesco mejor cuando reina el silencio, y consigo meterme más en la piel de los depredadores o visualizar la acción del señuelo debajo del agua.
Estoy a lo que tengo que estar con alma, cuerpo y aquel poquito de cerebro que sigue en función. Hay mucho silencio en las orillas de los pantanos y ríos donde suelo meterme a remojo, menos en el mar pero allí todo cobra un diferente sentido y aún así, un 300CV de cuatro tiempos, cuando no está empujando ni se nota.
Ni falta hace decirlo que de la misma manera el silencio afecta a los peces, o mejor dicho, no les afecta, les deja tranquilos.